A los que tengan un minuto para leer, les comparto la historia de esta familia, a Oscar tuve el honor de conocerlo el año pasado en la Feria del Libro. Un gran coraje en un momento difícil.
Una querida amiga, Anabel Guerra, me pidió que le escribiera unas líneas sobre mi experiencia de vida con la donación de los órganos de MARTÍN para compartirla con la comunidad educativa de su escuela, el Colegio Provincial Alfonsina Storni de Puerto Madryn (Chubut) y poder reflexionar sobre ella. Como Anabel ya la subió al Face, la comparto con ustedes en un intento más para convencerlos de que sean donantes (si es que ya no lo son). Hay hoy más de 7600 pacientes que necesitan un órgano para poder vivir y están esperando ese gesto de parte de cada uno de ustedes.
Para compartir un 30 de mayo (el Día Nacional de la Donación de Órganos)
A la comunidad educativa del Colegio Provincial Nº 728 Alfonsina Storni de Puerto Madryn (provincia del Chubut):
Quiero compartir con ustedes una historia de vida, de mi vida, de mi vida familiar.
Una historia que se inicia en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un domingo 23 de octubre de 2005. Un día de elecciones nacionales. Se renovaba la mitad de los diputados nacionales y un tercio de los senadores. Nos tocó votar, con Martín, mi hijo menor, en la misma escuela. Fuimos juntos. Martín había cumplido 19 años hacía apenas 4 días. Era la primera vez que votaba (y no sabíamos que sería la última). Charlamos durante el camino. Tuvimos que esperar para votar, había bastante gente. Cuando entramos, vimos las mesas que pone el INCUCAI para procurar donadores de órganos. Hablamos del tema. Sin prejuicios. Yo compartía la idea de ser donante. Descubrí que Martín también. Pero él fue más allá, hizo una reflexión de la que no me iba a poder olvidar nunca (por lo que sobrevino después, claro). Me dijo que era una lástima que no se hablara más del tema, porque todos tenían que ser donantes. Me dijo también que, aunque a nadie le gustaba hablar de la muerte, cuando llegaba esa hora el cuerpo se transformaba en un objeto, y que había que ser muy egoísta, casi miserable, para negarle a alguien un objeto que le permitiera a ese otro ni más ni menos que vivir, o mejorar mucho su calidad de vida. Martín tenía 19 años (muchos no se dan cuenta de que de los jóvenes también se pueden aprender cosas: sólo hay que saber escucharlos). Esa charla quedó ahí, hablamos de otras cosas, pero no las recuerdo.
El 3 de diciembre de 2006 Martín fue a bailar, a divertirse con un grupo de amigos y amigas del barrio. Fueron a “La casona”, de Lanús. Un boliche donde, todos lo sabían, se discriminaba indiscriminadamente (seguro que los chicos saben bien de qué estoy hablando). A uno de los amigos de Martín, a Nahuel, no lo dejaron entrar (simplemente porque era morochito). Martín, que pudo haberlo hecho, no entró con los demás: se quedó con Nahuel. Esperaron un largo rato, en una cola “de segunda selección” (donde el único rubio de clase media era Martín). Cuando reabrieron el ingreso, Martín “pasó”, pero a Nahuel lo rebotaron de nuevo. Martín quiso volverse para buscar a Nahuel (los otros pibes entraban apurados porque empezaba a tocar la banda). Un “patovica” lo increpó. Lo empujó. Lo agarró de la oreja y tiró fuerte para abajo. “¿Qué hacés, hijo de puta?” le llegó a decir Martín dolorido. Y acto seguido el patovica (que era boxeador) le pegó un par de brutales trompadas en la cabeza. Martín cayó al piso, inconsciente. Los del boliche y los dos policías que estaban ahí simplemente lo arrastraron unos metros para que los demás pudieran seguir entrando.
Martín estuvo tres días en coma. El miércoles 6 falleció de muerte cerebral. Estábamos desolados, golpeados, en el peor momento de nuestra vida (mi esposa, mis otros tres hijos, y yo), en el momento más duro que nadie merece ni puede imaginar. El mundo se nos derrumbaba, y en el momento de ese desmoronamiento, me acordé de aquella charla con Martín. Fue como un haz de luz, un relámpago. En la misma clínica, ahí, al lado de Martín, decidimos -además de por nuestras convicciones- para respetar lo que Martín pensaba, concretar la donación de sus órganos, de todo lo que pudiera utilizarse de su cuerpo. De ese cuerpo, que él mismo nos lo había dicho, se había transformado en un objeto, y que, como él nos había enseñado, no teníamos que ser egoístas como para negárselo a quien lo necesitara para vivir.
Fue dificilísimo decidirlo, y a la vez muy fácil, porque en ese mismo momento supimos que íbamos a participar del milagro de la vida. Gracias a Martín, otros tendrían la posibilidad de vivir. Y fue sencillamente así: con los órganos que Martín pudo donar (riñones, hígado, válvulas aórticas) 7 personas (tres adultos, cuatro chicos), algunas de las cuales casi agonizaban, se salvaron, y otros pudieron mejorar extraordinariamente su calidad de vida. Saberlo, para nosotros, fue reparador, y le dio sentido a lo que no podíamos comprender: la muerte de un hijo, de un hermano.
Una querida amiga, Anabel Guerra, me pidió que le escribiera unas líneas sobre mi experiencia de vida con la donación de los órganos de MARTÍN para compartirla con la comunidad educativa de su escuela, el Colegio Provincial Alfonsina Storni de Puerto Madryn (Chubut) y poder reflexionar sobre ella. Como Anabel ya la subió al Face, la comparto con ustedes en un intento más para convencerlos de que sean donantes (si es que ya no lo son). Hay hoy más de 7600 pacientes que necesitan un órgano para poder vivir y están esperando ese gesto de parte de cada uno de ustedes.
Para compartir un 30 de mayo (el Día Nacional de la Donación de Órganos)
A la comunidad educativa del Colegio Provincial Nº 728 Alfonsina Storni de Puerto Madryn (provincia del Chubut):
Quiero compartir con ustedes una historia de vida, de mi vida, de mi vida familiar.
Una historia que se inicia en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un domingo 23 de octubre de 2005. Un día de elecciones nacionales. Se renovaba la mitad de los diputados nacionales y un tercio de los senadores. Nos tocó votar, con Martín, mi hijo menor, en la misma escuela. Fuimos juntos. Martín había cumplido 19 años hacía apenas 4 días. Era la primera vez que votaba (y no sabíamos que sería la última). Charlamos durante el camino. Tuvimos que esperar para votar, había bastante gente. Cuando entramos, vimos las mesas que pone el INCUCAI para procurar donadores de órganos. Hablamos del tema. Sin prejuicios. Yo compartía la idea de ser donante. Descubrí que Martín también. Pero él fue más allá, hizo una reflexión de la que no me iba a poder olvidar nunca (por lo que sobrevino después, claro). Me dijo que era una lástima que no se hablara más del tema, porque todos tenían que ser donantes. Me dijo también que, aunque a nadie le gustaba hablar de la muerte, cuando llegaba esa hora el cuerpo se transformaba en un objeto, y que había que ser muy egoísta, casi miserable, para negarle a alguien un objeto que le permitiera a ese otro ni más ni menos que vivir, o mejorar mucho su calidad de vida. Martín tenía 19 años (muchos no se dan cuenta de que de los jóvenes también se pueden aprender cosas: sólo hay que saber escucharlos). Esa charla quedó ahí, hablamos de otras cosas, pero no las recuerdo.
El 3 de diciembre de 2006 Martín fue a bailar, a divertirse con un grupo de amigos y amigas del barrio. Fueron a “La casona”, de Lanús. Un boliche donde, todos lo sabían, se discriminaba indiscriminadamente (seguro que los chicos saben bien de qué estoy hablando). A uno de los amigos de Martín, a Nahuel, no lo dejaron entrar (simplemente porque era morochito). Martín, que pudo haberlo hecho, no entró con los demás: se quedó con Nahuel. Esperaron un largo rato, en una cola “de segunda selección” (donde el único rubio de clase media era Martín). Cuando reabrieron el ingreso, Martín “pasó”, pero a Nahuel lo rebotaron de nuevo. Martín quiso volverse para buscar a Nahuel (los otros pibes entraban apurados porque empezaba a tocar la banda). Un “patovica” lo increpó. Lo empujó. Lo agarró de la oreja y tiró fuerte para abajo. “¿Qué hacés, hijo de puta?” le llegó a decir Martín dolorido. Y acto seguido el patovica (que era boxeador) le pegó un par de brutales trompadas en la cabeza. Martín cayó al piso, inconsciente. Los del boliche y los dos policías que estaban ahí simplemente lo arrastraron unos metros para que los demás pudieran seguir entrando.
Martín estuvo tres días en coma. El miércoles 6 falleció de muerte cerebral. Estábamos desolados, golpeados, en el peor momento de nuestra vida (mi esposa, mis otros tres hijos, y yo), en el momento más duro que nadie merece ni puede imaginar. El mundo se nos derrumbaba, y en el momento de ese desmoronamiento, me acordé de aquella charla con Martín. Fue como un haz de luz, un relámpago. En la misma clínica, ahí, al lado de Martín, decidimos -además de por nuestras convicciones- para respetar lo que Martín pensaba, concretar la donación de sus órganos, de todo lo que pudiera utilizarse de su cuerpo. De ese cuerpo, que él mismo nos lo había dicho, se había transformado en un objeto, y que, como él nos había enseñado, no teníamos que ser egoístas como para negárselo a quien lo necesitara para vivir.
Fue dificilísimo decidirlo, y a la vez muy fácil, porque en ese mismo momento supimos que íbamos a participar del milagro de la vida. Gracias a Martín, otros tendrían la posibilidad de vivir. Y fue sencillamente así: con los órganos que Martín pudo donar (riñones, hígado, válvulas aórticas) 7 personas (tres adultos, cuatro chicos), algunas de las cuales casi agonizaban, se salvaron, y otros pudieron mejorar extraordinariamente su calidad de vida. Saberlo, para nosotros, fue reparador, y le dio sentido a lo que no podíamos comprender: la muerte de un hijo, de un hermano.